24 julio 2007

Fortaleza electoral y debilidad política

Como consecuencia de algunos aciertos propios y unos cuantos desatinos del oficialismo, la oposición política y mediática parece vivir por estos días sus mejores tiempos desde el 2003. Si bien nada hace suponer que la buena racha pueda extenderse hasta el punto de impedir que el kirchnerismo triunfe en las elecciones presidenciales de este año, la continuidad de la crisis de las representaciones políticas y su posible capitalización por las fuerzas neoconservadoras abren un dejo de incertidumbre sobre el mediano plazo que, hace apenas unos meses, hubiera resultado impensable. Todo parece indicar que el lanzamiento de Cristina Fernández a la presidencia implica algo más que un intento por retomar la ofensiva de cara a las urnas. Si el oficialismo pretende conservar el poder y eventualmente profundizar el modelo, tendrá que dotar de consistencia a los favores electorales de la coyuntura. El propio Kirchner sería el encargado de emprender esa tarea a partir de diciembre, abocándose a la construcción de una herramienta política.

El triunfo de Macri

Resulta difícil negar la responsabilidad del gobierno en su derrota electoral amanos del macrismo. Tanto, como evitar múltiples especulaciones
acerca de los motivos que lo llevaron aenfrentarse con Telerman en lugar de tejer con él una alianza que hubiera contado con altas probabilidades de éxito en las urnas. La comprensión se dificulta aún más si se tiene en cuenta que el distrito en juego ha sido históricamente hostil a cualquier versión del peronismo, y que el obstinamiento en sostener una candidatura puramente K como la de Filmus contrasta con decisiones mucho menos puristas en varios distritos en los que el Frente para la Victoria no duda en aliarse con estructuras y personajes que poco y mal pueden representar algo de la renovación política.

Por cierto que parte de lo ocurrido puede ser explicado como el producto de un error de cálculo. Una lectura equivocada de la composición y las razones del electorado porteño indudablemente influyó en la creencia de que era posible vencer a Macri en la segunda vuelta. Pero tampoco debe descartarse una apreciación un tanto más maquiavélica: incluso una derrota digna podía ser considerada como un buen resultado si a ella se sumaba el plus de deshacerse de un candidato de cierto fuste en la escena nacional. Aun la muy sensata idea de que con el triunfo de Macri la derecha consiguió hacerse de una cabeza de playa nada despreciable, puede ser compensada con la razonable intuición de que la gestión habrá de desgastarlo más temprano que tarde, ya sea por la propia complejidad de las demandas que tendrá que atender como por la previsible impericia del empresario devenido en político para tratar con ellas. Porque entre el reclamo de orden y mano dura con el que comulga el electorado porteño y su concreción efectiva en medidas represivas pueden mediar costos políticos impagables. El mismísimo Duhalde, sobre cuya habilidad para la política no pueden caber muchas dudas, se vio obligado a abandonar el poder después de la represión en Avellaneda, cuando también se escuchaban los mismos cantos de sirena que tanto agradan a la derecha.


La construcción política

Tal vez la prueba más palpable de la fortaleza política del gobierno y de la decisión de “entregarle” la capital a Macri pueda verse con claridad en el inmediato lanzamiento de Cristina Fernández a la candidatura presidencial. Porque lejos de tratarse de una expresión de debilidad -y en tal forzada lectura quieren insistir la oposición política ycierta prensa "independiente"-, el anuncio no puede ser visto si no como lo contrario: el gobierno considera queestá en condiciones de arriesgar algunos puntos en octubre con una candidatura que mide menos que la del presidente. Tal alta autoestima es también lo que lleva a presentar la flamante candidatura como una profundización del cambio. Y más allá de los interrogantes que puedan surgir acerca de las motivaciones palaciegas que llevaron a la decisión, lo importante es indagar en el sentido político del proceso que se pretende llevar adelante.

Aun dando por sentado que la solidez electoral del proyecto K va a transitar con tranquilidad las elecciones de octubre, no puede soslayarse que los traspiés sufridos en la Capital y en Tierra del Fuego expresan, antes que ninguna otra cosa, un cierto malhumor social. Una opción tentadora para el gobierno, pero demasiado simplista, es la de suponer que ese malestar puede interpretarse como el resultado de coyunturas distritales relacionadas con la gestión local. Como contrapartida, adjudicarlo automáticamente a una disconformidad con las políticas del gobierno nacional es lo que desea la oposición, pero tampoco pueden encontrarse argumentos convincentes en esa dirección. Lo más probable es que motivaciones convergentes en uno y otro sentido deban ser englobadas en otras más profundas que apunten, sobre todo, a interpretar estos mensajes como expresiones sintomáticas de un malestar cultural que encuentra en la política (y en el gobierno como su expresión más visible) un chivo expiatorio ideal. Acaso porque la proliferación de un individualismo extremo y generalizado sólo puede ver en ella, portadora de significaciones colectivas, a su más acérrimo oponente. De allí que el triunfo de Macri deba ser entendido, antes que nada, como una victoria de la antipolítica.

Compatibilizar este estado de ánimo con la cuasi certeza de un triunfo oficialista contundente no es tarea sencilla. Lo primero que cabe decir al respecto es que una parte de la fortaleza de los Kirchner es consecuencia de la debilidad de la oposición. No sólo en lo que atañe a su dispersión coyuntural sino, fundamentalmente, a la dificultad que encuentra para hallar flancos débiles en la gestión oficial en contraste con la debacle de 2001 frente a la cual, para colmo de sus males, buena parte de los dirigentes opositores no puede eludir responsabilidades. Pero el tiempo es una variable que necesariamente juega contra la memoria, y si a ello se le suman una especial propensión al olvido y el trabajo amnésico y a menudo distorsionante de los medios de comunicación, está claro que el gobierno no tiene tantas razones para dormir tranquilo.

Si la derechización del electorado porteño expresa antes que nada que la política argentina sigue signada por la crisis extrema del sistema de representación, el carácter estructural de esta crisis debe ser tomado en cuenta como ningún otro a los fines de la mentada profundización del proyecto oficial. De hecho, la principal debilidad de los Kirchner la constituyen sus inocultables dificultades a la hora de construir una fuerza política propia. Sus candidatos no han logrado triunfar en ningún distrito en el que no les haya sido posible aliarse con estructuras preexistentes, ya sea el PJ o el radicalismo K. Acaso allí deba buscarse la verdadera motivación política del lanzamiento de Cristina; esto es, en la necesidad de que el actual presidente, liberado del ejercicio cotidiano de la gestión, pueda dedicarse al desarrollo de un armado político que, si efectivamente se quiere profundizar el cambio -y para ello hay que conservar el poder-, no puede demorarse más de la cuenta.

El “cambio dentro del cambio”

Pero más allá de la eventual decisión de trabajar en la construcción de una estructura que le dé sustento al futuro gobierno de Cristina Fernández y que, por añadidura, sirva para reconstruir el sistema político y relegitimar las instituciones del Estado, lo verdaderamente importante es dilucidar cuál puede ser el rumbo efectivo de ese gobierno. Para ello es menester intentar describir, lo más objetivamente posible, el núcleo de las políticas gubernamentales que cabría esperar se profundicen en el próximo período.

En el orden institucional, la renovación de la Corte Suprema de Justicia y la activa política de derechos humanos constituyen los principales haberes del gobierno frente a algunos débitos de los cuales el más importante es la intervención en el Indec, organismo cuya importancia estratégica ha sido gravemente menoscabada en pos de intereses coyunturales. Otras deudas derivan de la herida abierta en diciembre de 2001, y se vinculan con la precaria institucionalización de las relaciones sociales que, en múltiples y cambiantes escenarios, da lugar a que la conflictividad se exprese a través de la única instancia de la acción directa, desconociendo la otrora innegable función mediadora del Estado. Familiares de víctimas o ambientalistas radicalizados, grupos de vecinos indignados por la inseguridad, autoproclamadas vanguardias estudiantiles o gremiales, no encuentran obstáculo en apoderarse del espacio público o institucional en defensa de intereses más o menos particulares y más o menos legítimos; pero, en todos los casos, intentando sustituir la negociación política por la visibilidad mediática. Tal vez en este punto es donde se expresa más cabalmente la incapacidad constructiva del kirchnerismo, no sólo respecto de la relegitimación de las instituciones sino también en lo que hace al desarrollo de una instancia de movilización política capaz de contener -en el doble sentido que puede adquirir aquí el término- a este tipo de emergentes.

En relación con la política económica, a diferencia de una habitual crítica de la izquierda más o menos radicalizada, no es evidente que la matriz neoliberal se haya mantenido inalterable a partir del año 2003. Una serie de medidas heterodoxas sirvió para modificar parte del modelo económico de los 90 en varios aspectos, entre los que cabe mencionar el desarrollo del mercado interno como motor de la economía, una mejora en el poder adquisitivo de grandes franjas de la población, el descenso del desempleo, la transferencia de recursos de la renta agraria hacia el Estado por la vía de las retenciones, el consecuente aumento del gasto social y la inversión pública, el congelamiento de las tarifas residenciales y del transporte urbano de pasajeros, el distanciamiento del FMI y la quita de deuda a los acreedores privados junto con la obtención de nuevas fuentes de financiamiento externo y la búsqueda de alianzas estratégicas con actores regionales (léase Venezuela y el Mercosur) y, por último, algunas modificaciones en el esquema de privatizaciones de los 90, como la recuperación del Correo y Aguas y la revitalización del régimen previsional público.

Claro está que también en la política económica es posible hallar deudas importantes: la exclusión social y la pobreza siguen siendo elevadas y ofensivas frente a los altos índices de crecimiento y la rentabilidad de las empresas. En este último aspecto, el aumento de la inflación expresa problemas estructurales de concentración económica en todos los niveles del sistema. Aun cuando los índices “reales” del costo de vida siguen ubicándose por debajo de las pautas salariales acordadas por la mayoría de los sindicatos, la inflación constituye el principal escollo para la distribución del ingreso (es, de hecho, la manifestación efectiva de una fuerza estructural que se opone a ella). Junto con la creciente problemática de la vivienda representada por los altos precios de las propiedades y su consecuente efecto sobre los alquileres, la inflación seguirá siendo uno de los grandes temas pendientes de política económica para el próximo gobierno. Otro ítem de relevancia es el vinculado con la llamada “crisis energética”, y conecta directamente con el esquema de privatizaciones de las empresas públicas, la falta de inversiones de los actores privados y la escasez de controles por parte de la autoridad estatal.

Así, el nuevo gobierno tendrá que lidiar en varios conflictos nodales y tomar decisiones entre diferentes extremos: desalentar el gasto público y los aumentos de salarios para contener los precios, o extremar los controles y avanzar en la desactivación de los monopolios; ceder al aumento de tarifas que reclaman los operadores privados de las empresas públicas, o proceder a redefinir sus contratos o a la renacionalización de aquéllas; mantener el libre juego del mercado a expensas de afectar seriamente la calidad de vida y la proyección futura de grandes franjas de la población, o desactivar la burbuja inmobiliaria y extender amplias y efectivas líneas de crédito para la vivienda. La resolución de estos conflictos en uno u otro sentido, o en soluciones de negociación más o menos precarias, depende de la voluntad política de profundizar o no los cambios, tanto como de la acción de la sociedad y de la construcción de herramientas políticas que la dinamicen.

16 julio 2007

No es el hecho (algunas condiciones de la crítica)

Si no se tratara de un pensador poco citable en estos tiempos "pos", habría que sugerir la lectura de Karl Popper. Digo con él que rara vez la verdad resulta evidente. Y ello es así no por efecto de alguna maliciosa conspiración que se obstine en su ocultamiento -modelo de explicación sugerentemente disponible a los extremos del arco ideológico, al que apelan tanto el fanatismo religioso como cierta izquierda radical (Satanás y El Sistema ostentan varias similitudes)-. Premeditación y alevosía son figuras aptas para el derecho penal pero necesariamente marginales en la reflexión sobre la realidad social, al menos si se quiere profundizar un poco en ella.

La verdad no es evidente algunas veces porque una mentira se le antepone, pero muchas otras porque es difícilmente distinguible del error. En ocasiones uno y otro obstáculo se presentan de modo concurrente: podría ser el caso de la relación entre medios de masas y sentido común. Pero no se trata de pensar que de las mentiras de los medios deriven los errores de la opinión pública. Por el contrario, ambos comparten la misma matriz generativa. A lo sumo puede sugerirse que los medios refuerzan con mentiras los errores de la opinión corriente.

Sea cual fuere el criterio de verdad, en general sólo es posible acercarse a ella a través de una lectura oblicua, capaz de abrirse camino entre los hechos. Una lectura orientada a la búsqueda de relaciones -muchas veces paradójicas- que permanecen ocultas, y una desconfianza sustantiva con respecto al hecho tal como se presenta a la percepción: he allí la esencia del pensamiento crítico. Tal vez por esta razón el periodismo jamás pueda alcanzar el estatuto de la crítica: demasiado preocupado en la comunicación del hecho y en sus características noticiosas, es incapaz de preguntarse por su esencia que, lo reiteramos, casi nunca está en la superficie. Más evidente aún resulta la imposibilidad de alcanzar la crítica para todo discurso propagandístico, trátese de la publicidad o del panfleto partidario: sólo le interesan aquellas interpretaciones que coinciden con sus intereses y expectativas previas.

Pero hablar de la verdad de las cosas, para distinguirla del error y de la mentira, puede hacer pensar en la pretensión de algún tipo de objetividad, en al menos dos de las interpretaciones corrientes de ese término: imparcialidad en la interpretación y ajuste de la interpretación con lo que el hecho es en sí mismo. Y sin embargo, ni una cosa ni la otra son completamente posibles; acaso no lo sean en absoluto. ¿Qué queremos decir entonces cuando insistimos en distinguir entre verdad, mentira y error? Si no resulta posible establecer un criterio de objetividad, ¿qué podría diferenciar entonces a estos términos?

La verdad no es evidente, pero sí llega a serlo la mentira. Sólo que no se trata aquí de una evidencia objetiva disponible para el observador. La evidencia sólo se hace presente para el sujeto: aquel que miente, siempre y necesariamente sabe que miente. Por este motivo resulta tan difícil regular la mentira en el campo periodístico, porque el único elemento indiscutible que permitiría distinguir una opinión errónea pero legítima de una mentira explícita puede permanecer oculto. Aun así es relativamente posible determinar si el sujeto conocía o estaba en condiciones de conocer algún aspecto del hecho que lo hubiera apartado del error y sin embargo lo ha omitido intencionada o negligentemente.

Pero lo que el sujeto no puede saber, aun cuando sepa que no miente, es si está o no en el error. Aquí la filosofía nos enseña que incluso el poderoso instrumento de la razón humana no llega a ser lo suficientemente eficaz, ni siquiera cuando puede valerse de otros aliados estimables: el conocimiento científico y su metodología. Es que un hecho cualquiera, aun el que pueda parecernos más evidente, para llegar a ser tal tiene que basarse previamente en una interpretación. Y una interpretación en otra, y así hasta el infinito. De modo que nunca hay hechos primarios de los que pueda predicarse una verdad incontestable. Esto es así al menos desde el punto de vista de la razón; distinto es el caso en otros órdenes de experiencia subjetiva. Nadie duda acerca de la verdad de sus propios sentimientos -por caso, si uno miente o dice la verdad- pero en general aquí la pregunta parece más bien carente de sentido, puesto que la respuesta suele ser evidente para quien se la formule a sí mismo.

Pero entonces, ¿qué criterio se puede utilizar para distinguir la verdad del error? Ésta es una pregunta abstracta para epistemólogos, y lo que interesa aquí es hablar de las condiciones de la crítica, es decir, de un pensamiento que se orienta hacia una verdad que concibe como no evidente y contextual (dijimos ya que se trata sobre todo de la búsqueda de relaciones). En conclusión, sugerimos dos condiciones esenciales de la crítica: apartarse de la mentira y desconfiar de la apariencia de las cosas. Con ello no llegaremos a la verdad, si entendemos por ella alguna formulación definitiva de la esencia de una cosa, pero eso no quiere decir que no podamos llegar a ningún lado. En el límite de nuestro ejercicio crítico no daremos nunca con el último problema ni con su solución, pero en el camino abandonaremos muchos que resultarán falsos y acaso logremos resolver alguno. En definitiva, la objetividad es una exigencia del lenguaje que la realidad puede no estar en condiciones de satisfacer.

Mensaje de texto o lenguaje sin palabras

El uso del e-mail, aun sin soslayar sus innegables virtudes como medio de comunicación particularmente eficaz en términos de velocidad y alcance, conlleva consecuencias negativas para el lenguaje, aunque más no sea porque -como sucede en general con todos los dispositivos tecnológicos-, se lo piensa ingenuamente como un medio neutral. Pero se sabe que el que porta un martillo, enseguida se pone a buscar un clavo.

Si resulta claro que no es lo mismo escribir una carta que un e-mail -porque el medio predispone siempre a un tipo de comunicación en desmedro de otros-, qué decir del mensaje de texto. No debería sorprender que esta cultura se supere a sí misma con facilidad en materia de degradación lingüística. Ella se siente en casa tratando con imágenes y se esfuerza en exiliar a las palabras. En el mensaje de texto, las palabras son males necesarios que deben ser reducidos a su mínima expresión, acotándolas a una formulación instrumental.

En el lenguaje encorsetado de la nueva comunicación, lo que se deteriora es la capacidad que tienen las palabras de significar de manera múltiple, de no quedar fijadas a un sentido acabado, a un referente unívoco, a un objeto situado que se agota en el acto comunicacional. Es que las palabras exceden siempre al enunciado en el que son dichas, porque todas ellas conservan algo de su devenir histórico de otros actos de comunicación. Tal devenir, o multiacentualidad (como diría Voloshinov); tal capacidad para la abstracción (citando a Marcuse), es lo contrario de un lenguaje pensado como mero instrumento.

Lo que queda del lenguaje -en el e-mail, en el mensaje de texto- no es si no aquel aspecto suyo que coincide con sus posibilidades técnicas. Las palabras ya no son el verbo primero de cuya enunciación deriva el mundo (¡si hasta Dios sólo puede ser concebido en nuestra cultura como una forma de energía, y entonces la teología no puede ser más que una sucursal de la física!). Palabras-herramienta de las que los hombres se apropian para fines específicos, utensilios pasibles de ser manipulados para manipular el objeto al que se destinan. Estas son las palabras que entran cómodamente en la económica pantalla del telefonito; para ellas ha sido diseñado éste. Palabras que no esperan ser respondidas con otras palabras sino impactar en el receptor; que no buscan el diálogo, sino el efecto inmediato sobre un curso de acción. Paradójicamente, la definición de la nueva comunicación, desplegada en la parafernalia de interfaces que proveen los nuevos recursos tecnológicos, se parece más a la comunicación animal que a la humana. Las relaciones interpresonales devienen en etología social, coronando en los hechos el éxito de la psicología conductista. Su inconsistencia teórica no es óbice para sus realizaciones prácticas.

Por cierto, sería absurdo pretender explicar estos fenómenos como efectos del desarrollo técnico. La telefonía celular tiene sus orígenes en la necesidad de comunicación en las hostiles geografías escandinavas, donde quedarse varado en la ruta puede significar la muerte. Los beneficios del desarrollo tecnológico apuntado resultan evidentes. El problema surge cuando el dispositivo se presentan a sí mismo como imperativos en toda circunstancia. Es como si en el siglo XIX todo el mundo se hubiera convencido de que tenía que hacer uso del telégrafo -por el solo hecho de su invención-, y entonces la gente se hubiera dedicado a enviarse telegramas todo el tiempo, evitando formas de comunicación más pertinentes.

Aun así, no deberíamos olvidar la cuestión principal. Si nuevas formas de comunicación que eluden lo esencial del lenguaje reduciendo el diálogo tienen tanto éxito, es porque conectan con un estado de la cultura que les da lugar; una cultura que a su vez se ve sometida por retroacción al reforzamiento de tales condiciones. Al fin y al cabo, también los medios masivos de comunicación, particularmente la televisión, y ciertos discursos sociales, como la publicidad, habitan en esta dimensión del lenguaje, caracterizada por la neutralización de la crítica que sólo puede existir en la multiplicidad de sentido de las palabras. Esto es lo esencial, y sólo teniéndolo en cuenta puede resultarnos posible utilizar los nuevos recursos comunicacionales y tecnológicos resistiéndonos a las formas de uso a las que ellos, por construcción, nos compelen. Porque la tecnología nunca es neutral. Pero, afortunadamente, siempre es posible el desvío.

ISO 2005

El discurso de la eficiencia cruza lo social de manera ineluctable. Sus fuentes más próximas pueden buscarse en los negocios, sobre todo a partir de la ola neoliberal que desde los años ochenta y a partir del denominado “consenso de Washington” se extendió por buena parte del planeta, desde aquellos primeros experimentos de los gobiernos de Reagan y Thacther. Frente a la vetusta burocracia estatal, la eficiente agilidad del mercado asume la ofensiva de la expansión capitalista. Sería éste un sentido restringido de la eficiencia como paradigma de lo social, pero podemos dar con uno más general, que hunde sus raíces más profundamente en el tiempo histórico del capitalismo. Por ello no nos interesa aquí responder al sofisma neoliberal sino situarnos en aquella otra dimensión histórica para intentar leer algunos fenómenos contemporáneos.

El transdisciplinario Gregory Bateson consideraba que, a diferencia del mundo inerte, la vida se caracterizaba por la posibilidad del error. Una piedra suspendida en el aire no puede “equivocarse” y no caer, pero una cadena de ADN puede no transmitir adecuadamente la información esperada y dar lugar a un resultado biológico imprevisto. Extremando este punto de vista, puede decirse que hay una relación que explorar entre la imperatividad de la eficiencia como valor central en nuestra cultura y una lógica del objeto inerte y sus leyes infalibles. Porque cuanto más muerto está un objeto, sus respuestas son más previsibles y con ello se ensanchan las posibilidades de obtener resultados concordantes con expectativas previamente formuladas.

Por otra parte, la complejidad de la vida social no deja de aumentar y con ella las demandas sobre la ingeniería que pretende regularla, en un intento, siempre infructuoso, de reducir al máximo la imprevisibilidad. Pero el aumento de las demandas sobre el estado coincide con su creciente desarticulación en el marco de la ofensiva neoliberal, dando lugar a un proceso de privatización del control social en manos de diversos actores privados (seguridad, educación, comunicación, “control de calidad”, investigación y producción científico-tecnológica, prestación de servicios de salud e infraestructura, etc., son áreas de lo público que el estado parece obligado a delegar en las más "eficientes” fuerzas del mercado).

Es por ello que el ascendente imaginario de la antipolítica, sin soslayar su anclaje coyuntural en las políticas dominantes, sólo indirectamente puede leerse como expresión de un contenido emancipatorio por parte del cuerpo social -lectura en boga en el microcosmos de cierta izquierda radical y sobre cuya validez deberían pesar serias advertencias-. Las estadísticas y la biotecnología pueden ser consideradas como fenómenos dependientes y ejemplares de la creciente demanda de ingeniería social paraestatal: ambas tratan con la materia viva como si trataran con objetos muertos, y su meta es la clasificación precisa que haga posible la intervención “a demanda” en función de objetivos cada vez más exactos. En última instancia, en esto y no en otra cosa consiste la ciencia moderna, cuyos orígenes se confunden con los del capitalismo mismo.

¿Queremos decir con esto que para preservar la vida en su esencia hay que negar el método científico y con él sus innegables beneficios? Lamentablemente las cosas no son tan sencillas. Si un mérito le cabe a la ciencia, es justamente el de haber demostrado que es posible alcanzar cierta comprensión de los fenómenos de la vida y cierta forma de acción sobre ellos si se los somete a un método que los desgrane hasta el punto de dar con los elementos objetivos que los constituyen. Es porque la fisiología es reductible a la química que puede existir la farmacología y no está en nosotros dudar de los beneficios de contar con medicamentos eficaces que combaten la enfermedad o sus síntomas. El problema puede ser formulado del siguiente modo: la promesa cientificista de la racionalización total de la vida es incompatible con lo que la vida es en tanto tal, y la insistencia dogmática en esa creencia sólo puede dar lugar a conductas irracionales, a expectativas que no se ajustan a los hechos, y a demandas que se formulan de maneras tales que su satisfacción resulta imposible. Porque en definitiva, la vida siempre es un fenómeno imprevisible.

Ciertamente, el mundo social se trata de un entorno injusto y francamente inhumano. Lo que decimos es que si planteamos el problema en términos de (efi)ciencia, pretendiendo la abolición todo imprevisto, en última instancia sólo lograremos profundizar esas características, puesto que la justicia y la dignidad humana son conceptos para nada pertinentes en la lógica de la racionalización totalizante. Y si, siguiendo a Bateson, un elemento esencial de la vida es su imprevisibilidad, su total sometimiento a la ingeniería científica, que por definición no puede tratar con ella sino para neutralizarla, sólo puede ser un aspecto de la comprensión y la intervención pero nunca un aspecto autosuficiente. Que el hombre intente hacer de su entorno un lugar menos hostil y de su vida un tiempo más placentero forma parte de su propia definición, y ello depende más que nada de que pueda darse la mejor organización social que le sea posible. Lo que nunca debería suponerse es que alguna organización social o algún estado del desarrollo técnico vaya a ser capaz de eliminar la incertidumbre fundante de todo fenómeno vital.

Lo más problemático es que mucho más acá de la ciencia, el imaginario reductivo del control social y la racionalización absoluta se halle tan profundamente internalizado en toda la extensión de nuestra cultura. Acaso por ello el mundo sea experimentado como un lugar cada vez más inseguro, el propio cuerpo sea sometido a rituales exhaustivos de preservación -que hacen de la muerte algo inverosímil-, y el encuentro con lo imprevisible bajo el modo de pequeñas o grandes contingencias catastróficas se convierta en un acontecimiento intolerable. Sólo cuando es posible creer en la infalibilidad de la ingeniería social, no puede comprenderse su eventual fracaso. Cuando se cree que todo puede y debe estar bajo control, el caos deja de ser una ruptura contingente para dar lugar a un horror esencial. La especulación política que confunda este horror con un avance en la conciencia emancipatoria de las masas puede estar cometiendo una grave equivocación cuyas consecuencias también son, naturalmente, inciertas.

13 julio 2007

Epidermis

En la cultura de las armas, es probable que la gente se mate. Y en la de la pirotecnia, que se queme. Las tragedias de Carmen de Patagones y Cromañón deberían remitirnos allí antes que a la búsqueda de responsabilidades institucionales o privadas que sólo pueden ser posteriores a la matriz cultural que constituye su esencia, aunque la voracidad punitiva del espectáculo televisivo y periodístico tenga su razón de ser en la búsqueda frenética del culpable (entidad casuística y preferentemente individual). Lo que se impone es una reflexión cultural antes que policial, jurídica e incluso política. Pero de esto los medios no pueden ocuparse... ¿Podrá la sociedad?

Si resulta posible matar así, y si es necesario hacerse notar de esa manera, es porque el sentido y el valor de la vida tanto como los de la propia identidad se hallan profundamente tergiversados. En la masa indivisa que exige compulsivamente la afirmación del yo hay que destacarse como se pueda. Se interpela al Individuo a la vez que se lo somete a la fuerza de desintegración más poderosa. Y es que en el mercado sólo puede transarse aquello pasible de ser reducido a una magnitud común (los valores de uso son intercambiables en tanto que valores de cambio).

La horda primordial siempre está dispuesta a retornar desde el fondo de la historia, y las cámaras a no perderse la primicia (si no a producirla). La muerte es poca pena para un violador serial -responde la víctima emulando la violencia sufrida en carne propia; sublimación sádica que busca redención infligiendo dolor en el cuerpo victimario: a diferencia del dolor, la muerte es un concepto demasiado abstracto.

Si la reflexión fue siempre una cualidad de la edad adulta, las características de la cultura epidérmica parecen coincidir con las de una sociedad infantilizada. Y esta afirmación es menos metafórica de lo que parece, en un contexto en el que el mercado prioriza los segmentos de consumo más dinámicos, asociados con las generaciones más jóvenes, y en el que resulta imperativo mantenerse a distancia de la muerte secular, cosa que se consigue más eficazmente cuanto menos años se tiene. Una cultura despojada de toda noción de trascendencia se relaciona fóbicamente con la muerte y con el contenido trágico e imprevisible que forma parte de la vida. El viejo Heidegger pediría serenidad ante las cosas, pero la racionalización moderna, y los extremos a los que asistimos, quieren arrancar toda incertidumbre; hacer del hombre un ser insensible al dolor -y por lo tanto incapaz de procesarlo-; abolir el tiempo (que es siempre la promesa de la muerte) en un presente eterno hecho sólo de futuro.

Entonces el tsunami devasta el sudeste asiático. El eje de la tierra se mueve. En cien años tal vez lluevan meteoritos letales cuando la temperatura del planeta lo haya hecho ya inhabitable por otras razones. El individuo epidérmico piensa: por suerte a mí no me va a tocar. El futuro-ahora no sólo despoja a la historia del pasado, sino también de cualquier noción de posteridad, concepto no pertinente para el palimpsesto digital (la pantalla es una superficie nueva cada vez, no quedan huellas). Así, jamás podrían haberse construido naciones ni obras de arte (¿se construyen todavía?... acaso sólo desde la resistencia de otros imaginarios).

La tecnociencia parece ser la única esfera de la cultura que confía seriamente en el futuro, acaso porque su existencia misma depende de la creencia en un progreso inexorable e ilimitado. Pero su expansión totalitaria provoca un entorno de premoniciones apocalípticas que abruman al individuo epidérmico. También en la edad media el fin del mundo estaba próximo, pero aquél era un imaginario trascendente, y éste, desesperado. Todavía queda pensar que la ciencia sea capaz de resolver su propio enigma; de conjurar el peligro que ella misma ha engendrado: intensificando la predicción de las catástrofes -naturales o no-, creando un medio ambiente artificial, preparando genéticamente al hombre para adaptarlo a un ecosistema dislocado... y en última instancia, quizá Marte pueda hacerse habitable cuando sea inevitable emigrar.

Y tal vez algo de esto se consiga a tiempo; aun así, cabe pensar todavía en otras formas de vida posibles, en las que la destructiva irracionalidad de la racionalidad instrumental pudiera apaciguarse por medio de límites éticos y políticos; y en las que el hombre fuera capaz de convertirse en un ser más sensible que sensorial, aunque eso suponga otra forma de relacionarse con el dolor y con la muerte.