16 julio 2007

ISO 2005

El discurso de la eficiencia cruza lo social de manera ineluctable. Sus fuentes más próximas pueden buscarse en los negocios, sobre todo a partir de la ola neoliberal que desde los años ochenta y a partir del denominado “consenso de Washington” se extendió por buena parte del planeta, desde aquellos primeros experimentos de los gobiernos de Reagan y Thacther. Frente a la vetusta burocracia estatal, la eficiente agilidad del mercado asume la ofensiva de la expansión capitalista. Sería éste un sentido restringido de la eficiencia como paradigma de lo social, pero podemos dar con uno más general, que hunde sus raíces más profundamente en el tiempo histórico del capitalismo. Por ello no nos interesa aquí responder al sofisma neoliberal sino situarnos en aquella otra dimensión histórica para intentar leer algunos fenómenos contemporáneos.

El transdisciplinario Gregory Bateson consideraba que, a diferencia del mundo inerte, la vida se caracterizaba por la posibilidad del error. Una piedra suspendida en el aire no puede “equivocarse” y no caer, pero una cadena de ADN puede no transmitir adecuadamente la información esperada y dar lugar a un resultado biológico imprevisto. Extremando este punto de vista, puede decirse que hay una relación que explorar entre la imperatividad de la eficiencia como valor central en nuestra cultura y una lógica del objeto inerte y sus leyes infalibles. Porque cuanto más muerto está un objeto, sus respuestas son más previsibles y con ello se ensanchan las posibilidades de obtener resultados concordantes con expectativas previamente formuladas.

Por otra parte, la complejidad de la vida social no deja de aumentar y con ella las demandas sobre la ingeniería que pretende regularla, en un intento, siempre infructuoso, de reducir al máximo la imprevisibilidad. Pero el aumento de las demandas sobre el estado coincide con su creciente desarticulación en el marco de la ofensiva neoliberal, dando lugar a un proceso de privatización del control social en manos de diversos actores privados (seguridad, educación, comunicación, “control de calidad”, investigación y producción científico-tecnológica, prestación de servicios de salud e infraestructura, etc., son áreas de lo público que el estado parece obligado a delegar en las más "eficientes” fuerzas del mercado).

Es por ello que el ascendente imaginario de la antipolítica, sin soslayar su anclaje coyuntural en las políticas dominantes, sólo indirectamente puede leerse como expresión de un contenido emancipatorio por parte del cuerpo social -lectura en boga en el microcosmos de cierta izquierda radical y sobre cuya validez deberían pesar serias advertencias-. Las estadísticas y la biotecnología pueden ser consideradas como fenómenos dependientes y ejemplares de la creciente demanda de ingeniería social paraestatal: ambas tratan con la materia viva como si trataran con objetos muertos, y su meta es la clasificación precisa que haga posible la intervención “a demanda” en función de objetivos cada vez más exactos. En última instancia, en esto y no en otra cosa consiste la ciencia moderna, cuyos orígenes se confunden con los del capitalismo mismo.

¿Queremos decir con esto que para preservar la vida en su esencia hay que negar el método científico y con él sus innegables beneficios? Lamentablemente las cosas no son tan sencillas. Si un mérito le cabe a la ciencia, es justamente el de haber demostrado que es posible alcanzar cierta comprensión de los fenómenos de la vida y cierta forma de acción sobre ellos si se los somete a un método que los desgrane hasta el punto de dar con los elementos objetivos que los constituyen. Es porque la fisiología es reductible a la química que puede existir la farmacología y no está en nosotros dudar de los beneficios de contar con medicamentos eficaces que combaten la enfermedad o sus síntomas. El problema puede ser formulado del siguiente modo: la promesa cientificista de la racionalización total de la vida es incompatible con lo que la vida es en tanto tal, y la insistencia dogmática en esa creencia sólo puede dar lugar a conductas irracionales, a expectativas que no se ajustan a los hechos, y a demandas que se formulan de maneras tales que su satisfacción resulta imposible. Porque en definitiva, la vida siempre es un fenómeno imprevisible.

Ciertamente, el mundo social se trata de un entorno injusto y francamente inhumano. Lo que decimos es que si planteamos el problema en términos de (efi)ciencia, pretendiendo la abolición todo imprevisto, en última instancia sólo lograremos profundizar esas características, puesto que la justicia y la dignidad humana son conceptos para nada pertinentes en la lógica de la racionalización totalizante. Y si, siguiendo a Bateson, un elemento esencial de la vida es su imprevisibilidad, su total sometimiento a la ingeniería científica, que por definición no puede tratar con ella sino para neutralizarla, sólo puede ser un aspecto de la comprensión y la intervención pero nunca un aspecto autosuficiente. Que el hombre intente hacer de su entorno un lugar menos hostil y de su vida un tiempo más placentero forma parte de su propia definición, y ello depende más que nada de que pueda darse la mejor organización social que le sea posible. Lo que nunca debería suponerse es que alguna organización social o algún estado del desarrollo técnico vaya a ser capaz de eliminar la incertidumbre fundante de todo fenómeno vital.

Lo más problemático es que mucho más acá de la ciencia, el imaginario reductivo del control social y la racionalización absoluta se halle tan profundamente internalizado en toda la extensión de nuestra cultura. Acaso por ello el mundo sea experimentado como un lugar cada vez más inseguro, el propio cuerpo sea sometido a rituales exhaustivos de preservación -que hacen de la muerte algo inverosímil-, y el encuentro con lo imprevisible bajo el modo de pequeñas o grandes contingencias catastróficas se convierta en un acontecimiento intolerable. Sólo cuando es posible creer en la infalibilidad de la ingeniería social, no puede comprenderse su eventual fracaso. Cuando se cree que todo puede y debe estar bajo control, el caos deja de ser una ruptura contingente para dar lugar a un horror esencial. La especulación política que confunda este horror con un avance en la conciencia emancipatoria de las masas puede estar cometiendo una grave equivocación cuyas consecuencias también son, naturalmente, inciertas.

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