05 noviembre 2009

Malestar

por Gustavo Sánchez
La secuencia de los últimos acontecimientos relacionados con la
intolerancia, el cinismo y el prejuicio con que el bloque dominante trata a quienes no puede integrar en su horizonte cultural, podría contener, entre otras, las siguientes escenas:

- La mueca indignada, moralista y bienpensante frente al exabrupto del ídolo que, visceral y popular, lanza sus dardos contra la prensa (el peor de los crímenes posibles en la democracia teledirigida).

- Dos nuevas “denuncias” de Carrió. La primera, contra el proyecto de Abuelas de Plaza Mayo –la organización de derechos humanos más ampliamente reconocida y respetada por los sectores medios–, en defensa de la poco noble de Ernestina. La afrenta le valió el honor de integrar con Carlos Menem el dúo de expulsados de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos –por lejos el más moderado de los organismos–. La segunda denuncia, con la venia de su correligionario Gerardo Morales, sobre la existencia de grupos armados kirchneristas presumiblemente comandados por la dirigente social Milagro Salas, bien podría valerle el Oscar a la mejor historia de ficción.

- El coro desafinado de los que, de tanto buscarle el pelo al huevo, no hacen otra cosa que romperlo(s). En este ítem debería incluirse el indisimulable cinismo de las críticas al plan de universalización de asignaciones para la niñez.

- Macri. Saliendo otra vez más o menos ileso, pese al escatológico accionar de su grupo parapolicial abocado a la caza de indigentes y las burdas operaciones de espionaje contra dirigentes sociales y maestros. El silencio mediático y la complicidad social, vaya a saber en qué proporciones y con qué grado y forma de articulación, continúan haciéndolo posible.

Inseparable de otras tensiones –políticas, sociales y económicas– que también recorren buena parte del continente latinoamericano, el conflicto simbólico está a la orden del día en nuestro país. Acicateado y vociferado por los poderes constituidos del malestar cultural y su maquinaria de amplificación de las malas noticias, y asentado sobre bases firmes, desde el fondo histórico y la estructura social.

La exclusión del otro, hilo conductor de la historia política argentina, abreva en la matriz oligárquica de acumulación. Expropiados en sus posibilidades de desarrollo social, los sujetos culturales subalternos son también privados de la palabra legítima. Indios y criollos, inmigrantes anarquistas, cabecitas negras. Y cada vez que lo popular negado busca erigirse de nuevo desde el “subsuelo de la Patria”, se actualiza la amalgama de esperanza, recelo y mezquindad, rememorando el tiempo en que el bárbaro le mojó la oreja al civilizado (y el desposeído le disputó el poder al propietario). La osadía fue pagada con creces cada vez. El último genocidio, perpetrado en la edad moderna de la Nación, se recuerda como el más cruento, pero se lo explica mejor si se lo sitúa en la serie histórica de exclusión, persecución y exterminio.

Si bien no hay por qué predicar su continuidad inevitable, ni mucho menos su inminencia, lo cierto es que tampoco hay razones para considerar que la serie esté cerrada definitivamente. Por el contrario, el conflicto cultural se percibe en superficie en el malestar del medio pelo, emergente insoslayable de un clima de época y de clase, irracional e intolerante, que aunque no es condición suficiente para la represión, es sí una condición necesaria. En todo caso, el eventual blanco está determinado de antemano y se lo sigue moldeando en la cocina simbólica de los grandes medios y sus públicos escasamente inocentes.

En el centro de la escena, dirigentes populares y movimientos sociales que exponen y reivindican su subalternidad en el color de la piel y en sus repertorios comunicacionales. A sus lados, “menores delincuentes” e inmigrantes ilegales. La imaginería fascista acaba de debutar en las urnas con relativo éxito, pero ya hace años que lidera las planillas de rating.

16 septiembre 2009

Nuevas voces para una sociedad abierta

Como parte de la trama intersubjetiva que compone la realidad social, la relación entre los discursos producidos por el conglomerado de medios de comunicación y su reconocimiento y respuesta por parte de las audiencias, constituye un fenómeno complejo e irreductible a lógicas deterministas. Sin embargo, de tal complejidad y relativa indeterminación, debe inferirse el carácter estratégico de su regulación, puesto que aun cuando la recepción sea concebida como un proceso activo, resulta evidente que la concentración de las emisiones en un conjunto entrenado y limitado de actores implica un estrechamiento de los márgenes de libertad de los destinatarios, ya de por sí ceñidos por los propios marcos culturales en que tiene lugar la recepción. Es por ello que toda regulación pública tendiente a democratizar el campo de la comunicación audiovisual en cabeza del Estado debe considerar múltiples aspectos, entre los que se destacan los contenidos –en un sentido amplio e inclusivo de las formas– y la pluralidad de voces emisoras.

El Gobierno nacional ha enviado al parlamento un proyecto de regulación que, en lo principal, tiende a cumplir con un conjunto de demandas largamente requeridas por un extendido espectro de organizaciones sociales, sindicales, profesionales y académicas. Desde el advenimiento de la democracia en 1983, el poderoso lobbie mediático fue eficaz en impedir que el Poder Legislativo atendiera estas demandas, mientras que las modificaciones que tuvieron lugar en la legislación durante la década neoliberal fueron todas tendientes a aumentar la concentración oligopólica de la propiedad de los medios. El proyecto gubernamental cuenta con el apoyo explícito de las Universidades Nacionales y las Carreras de Comunicación Social y Periodismo, varios de cuyos académicos han participado directamente en su redacción. Además de los sindicatos del sector, las dos centrales sindicales, orgánicamente, promueven la sanción de la nueva ley, y la Iglesia Católica y otros cultos religiosos se han manifestado positivamente respecto de los ejes centrales del proyecto, el cual ha sido también recientemente elogiado por el relator especial de las Naciones Unidas en materia de libertad de expresión.

El proyecto de ley de servicios de comunicación audiovisual, que antes de llegar al Congreso Nacional ha sido presentado y debatido en múltiples foros públicos a lo largo y ancho del país –ignorados sistemática y olímpicamente por los grandes medios–, no incluye ninguna disposición relacionada con los contenidos de las emisiones, excepto la exigencia del cumplimiento de cuotas mínimas de producción nacional y local, motivada en más que loables razones de promoción económica y cultural. Esto significa que los actuales y los futuros licenciatarios de medios podrán decir cuanto quieran y cómo lo deseen, con los mismos estándares de libertad de expresión que en la actualidad, incluso cuando ello signifique mentir, tergiversar o manipular la información.

Sin embargo, infundadas y arteras calificaciones, tales como “ley mordaza” o “de control de medios”, son repetidas por voceros de las empresas privadas de comunicación y por variopintos personajes de la oposición –que no tardarán en ser ellos mismos sacrificados en el sacro escenario montado para el espectáculo de la política por las megaempresas del infoentretenimiento–.

Al enfatizar en la consecución de una pluralidad de voces emisoras, acotando las fuentes comerciales a un 33% del espectro disponible y reservando los otros dos tercios para emisiones públicas y no comerciales, una de las consecuencias esperables de la nueva configuración del mapa de medios es que junto a las modulaciones del discurso único que monopolizan los mensajes de la comunicación de masas tengan lugar otras producciones discursivas, provenientes de estéticas, subjetividades, ideologías y culturas diversas, creando para la vida democrática posibilidades impensables en un contexto como el actual signado por la alienación, el control y la eventual manipulación de las comunicaciones.

Así las cosas, de la aprobación o no del proyecto de servicios de comunicación audiovisual enviado por el Poder Ejecutivo, depende algo más que la suerte de un gobierno. Incluso algo distinto que el destino del conjunto de reformas populares iniciado en 2003 y que, por primera vez desde 1975, entronca con las corrientes emancipatorias de la historia nacional. En efecto, lo que está en juego en el fondo de este debate es la posibilidad esencial de crear condiciones para el desarrollo de una sociedad abierta y crítica, capaz de concebir un proyecto colectivo de Nación que haga centro en un lugar que no coincida con el ombligo de nadie.

27 marzo 2009

Espectáculo y (anti)política (*)

Ya no puede dudarse de que los medios masivos de comunicación se han convertido en actores políticos fundamentales. Que lo sean precisamente en el tiempo histórico de la decadencia de la política resultaría paradójico si no fuera porque tal papel no puede separarse de su discursividad crecientemente antipolítica.

Una de las características distintivas de la discursividad antipolítica de los medios viene dada en el uso del gentismo, operación retórica y enunciativa directamente vinculada a las formas de representación de la política en la narrativa de los grandes medios de masas.

En primer lugar, “gente” es el término por el cual se nombra, y se construye, un colectivo imaginario del que se supone forma parte el receptor inmediato de los mensajes. La noción presociológica “gente” remite a la idea de un cuerpo social indiferenciado, conectando con lo más genérico, lo más homogéneo y lo más común a todos los individuos. De este modo se alude a una sociedad sin conflictividades sustantivas, sin articulación de intereses contrapuestos ni diferencias estructurantes.

Una segunda característica del gentismo, que desde el punto de vista de los estudios ideológicos (Williams, 1977) no refiere tanto a la falsedad de su efecto de sentido como a una acentualidad particular operada en el signo (Voloshinov, 1976), se infiere del hecho de que el gentismo puede ser entendido como una operación metonímica. Hablar de “gente” es tomar por el todo social a una parte de la sociedad, la constituida por los sectores medios urbanos –omitiendo incluso diferenciaciones al interior del aludido segmento–.

En tercer lugar, aun cuando “gente” remite a un cuerpo social sin conflictividades sustantivas, su inscripción en el discurso mediático supone la institución de una otredad que se le opone y a partir de la cual se configura el conflicto –narrativo– estructurante del relato. En efecto, los intereses de “la gente” suelen ser presentados en oposición a los de la política y lo público-estatal estigmatizado bajo los modos de la ineficiencia y el clientelismo; tan distantes de “la gente”, que se caracterizaría por su espontaneidad y transparencia. Por último, además de su opuesto, y junto a él, pervive lo que no llega a ser “la gente”: aquellas partes no legítimas de la sociedad que el gentismo se ha propuesto ocultar pero que sin embargo se obstinan en diversos retornos, bajo diferentes formas conflictivas de lo popular, asociadas con lo delictivo y/o lo sindical.

En suma, la narrativa del gentismo se organiza en derredor de tres actores, a los que hace corresponder un determinado estatuto ontológico. La gente propiamente dicha, cuyo modo de ser discurre en relacionamientos intersubjetivos y racionales –a la manera del mercado–; su gran otro que es el Estado y su trama asociada de instituciones y sujetos públicos, esencialmente burocráticos y corruptos; y, por último, un conjunto difuso de actores colectivos y disfuncionales, vinculados con imaginarios de violencia y usos ilegítimos del espacio público.


La separación espectacular

Guy Debord (1999), fundador del situacionismo y destacada figura del Mayo Francés, acuñó el término “sociedad del espectáculo” para referirse a la etapa histórica caracterizada por el dominio total de la economía sobre la vida social. Para él, la realización absoluta del fetichismo de la mercancía se produce con el pasaje de la degradación del ser en el tener al deslizamiento del tener en el parecer, característico de la fase espectacular. Bajo la órbita del espectáculo, las relaciones sociales son mediatizadas por imágenes y la representación queda escindida de la experiencia. Ahora bien; en lo que aquí interesa, antes que exponer o discutir acabadamente las ideas de Debord, lo que se pretende es sugerir una lectura desviada del proceso de espectacularización.

Si el espectáculo es también “una parte de la sociedad” que, separada de ella, se erige en un “lugar de concurrencia de todas las miradas”, entonces es posible pensarlo en situación de competencia potencial con la estatalidad que es, también ella, una instancia de abstracción y separación suprasocial. En este sentido, el conflicto cada vez más ostensible y generalizado entre el discurso dominante del espectáculo, encarnado en los medios de masas, y la esfera pública estatal, puede ser concebido como el resultado de una coyuntura histórica en la que ambos dispositivos ya no concurren complementariamente al mismo orden de dominación social, en la medida en que el espectáculo es algo más –y sobre todo algo distinto– que un “aparato ideológico de Estado” (Althusser, 2003). Así entendida, la espectacularización generalizada de la vida bien podría suponer una forma de privatización explícita de la instancia de separación que, en fases anteriores del dominio capitalista, era detentada exclusivamente por la institución estatal. Y si así fuera, las aversiones antipolítica y antiestatal celebradas por variadas vanguardias en su cariz pretendidamente libertario, deberían ser entendidas, por regla general, como lo contrario: indicadores elocuentes de un orden de dominación que lleva en su esencia una inefable capacidad de mutación.

(*) Para un desarrollo más amplio de los conceptos aquí presentados, ver mi artículo “Gente y Multitud”, en Jornadas Académicas 2008: Producir teoría, pensar las prácticas, (CD-ROM), 2008, FSOC-UBA, Buenos Aires.


Bibliografía

Williams, Raymond, (1977) Marxismo y literatura, Península, Barcelona.

Voloshinov, Valentin, (1976) El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Nueva Visión, Buenos Aires.

Debord, Guy, (1999) La sociedad del espectáculo, Pre-textos, Valencia.

Althusser, Louis, (2003) Ideología y aparatos ideológicos de estado,
Nueva Visión, Buenos Aires.