13 junio 2008

El retorno de lo irracional

Inextricable, la crisis desatada por el lock-out agrario no se detiene ni deja entrever su devenir. Fogoneada, sí, por la conspiración mediática, pero prendiendo en un cuerpo social predispuesto no tanto ni tan sólo por la ingenuidad y la ignorancia, sino por defecciones más graves y a esta altura inocultables.

Por sorpresiva y sorprendente que pueda resultar la coyuntura, no se careció de indicios ni de antecedentes que nadie, ni el gobierno ni ningún actor popular, fue capaz de tomar en serio. La izquierda “radical” es otro cantar. Por estos días hace, más o menos, lo de siempre: combatir al reformismo o al populismo de un modo que concluye facilitándole el trabajo a las facciones más voraces de la clase dominante, a veces liberales; otras veces, fascistas.

Las consecuencias de la irracionalidad política dejarán poco lugar para el postrero arrepentimiento si su tendencia destituyente llega a realizarse. Acaso por eso sus protagonistas se encuentran sociológicamente prevenidos: a menudo la irracionalidad se complementa con la falta de memoria. En el colmo de la Argentina actual, ya no sólo de largo plazo. No hay que remontarse a las asimilables y lejanas circunstancias de todos los golpes de Estado que, en defensa de la “Patria”, implícitamente agraria, sojuzgaron cada vez a la Nación. No hace falta remitirse al ´30, al ´55 o al ´76. Hace apenas siete años, en 2001, el país estuvo al borde de la disolución social (no de una revolución que, por si fuera necesario aclararlo, requiere de bastante más que ahorristas indignados, asambleístas clasemedieros y cámaras de TV dispuestas a mostrarlos). Ello sucedió por la eclosión del modelo neoliberal al que las clases medias no sólo apoyaron por ingenuidad e ignorancia, sino del cual cínicamente se valieron para su fiesta privada de consumo, aun cuando para ello fuera necesario someter al país a niveles extremos de endeudamiento, destrucción de la economía, desempleo masivo y extrema pobreza. De esa situación logró salirse, no sin grandes esfuerzos, a través de una serie de medidas inconexas, contradictorias, insuficientes y/o perfectibles, que fueron tomadas por sucesivos gobiernos de origen peronista. El primero de ellos, presidido por Duhalde, de sesgo conservador. Comenzó con una devaluación salvaje y concluyó con el asesinato de dos militantes sociales. El actual, aun manteniéndose dentro de los lineamientos económicos de su antecesor, fue capaz de construir un perfil de gestión más progresista y distribucionista. Justamente estos dos rasgos, reales o aparentes (y ambas cosas a la vez) parecen ser los que, de modo militante, no tolera la oligarquía e, inconfesablemente, tampoco toleran amplios sectores de las clases medias.

Aquí y ahora, la oligarquía intenta desprenderse de un gobierno que le resulta molesto por varias razones (aunque acaso ninguna de ellas sustancial) y las capas medias urbanas y rurales, prósperas y –en sincronía y en diacronía, cuanto más prósperas, más fascistas– se solidarizan con, o directamente ejercen, una acción destituyente cuyos costos mayormente pagarán los pobres. Para completar la escena y su devenir trágico, los sectores populares carecen de varias de las herramientas necesarias para participar activamente en una lucha que objetivamente les compete más que a ningún otro. Organización, claro está, pero antes de eso, visibilidad y voz, negadas en la exterioridad y corroídas en la subjetividad por la acción flagrante y acumulativa de los medios masivos de comunicación. Queda todavía por verse si el gobierno tiene alguna idea razonable para superar la crisis, que no sea la temeraria apuesta de tolerar el desabastecimiento de las ciudades con la infundada esperanza de que ello deslegitime las protestas patronales.

Prevéngase lector, no se exagera. Cuando en la historia se conjugan los intereses de la alta burguesía, el fastidio de las clases medias y la irracionalidad política del cuerpo social, la resultante más probable es alguna variante del fascismo. Se dirá que hoy por hoy en Argentina no hay espacio para los golpes de Estado. Es cierto. Sin embargo, no parece inverosímil una alteración del orden democrático dentro de carriles institucionales, y no faltan candidatos para asumir gustosamente el “gesto patriótico” de la transición.