09 noviembre 2008

Problemas de comunicación

A la hora de pensar en los problemas de comunicación del gobierno de Cristina Fernández, suele aludirse a cierto aspecto técnico o instrumental,de equivocación en las formas o en la elección de los canales y voceros. Y aunque todo ello pueda ser cierto, no atañe en absoluto a lo esencial. El gobierno tiene serios problemas de comunicación, pero ellos apenas se relacionancon cuestiones de instrumentación o de eficacia, subsidiarias de otros asuntos verdaderamente relevantes.

Los medios

Por estos días el gobierno ha comunicado una noticia de irrefutable relevancia. Por sus consecuencias fácticas y su importancia estratégica, la eliminación de las AFJP y la reconstrucción de un sistema previsional único y estatal deberían asegurarle el recupero de la iniciativa política y de la confianza popular. Sin embargo, y aun con un consenso sustancial en favor de tales medidas, la noticia parece haber sido tomada con cierta reserva por la opinión pública (acaso por efecto de la grosera manipulación llevada a cabo una vez más por parte de la opinión publicada). De aquí una primera e insoslayable dificultad comunicacional del gobierno, que sólo puede negarse por complicidad, ingenuidad o dogmatismo: los medios masivos de comunicación ocupan de manera orgánica el lugar de la oposición política, compensando con creces la ineficacia de aquélla.

Los medios de información de mayor alcance e influencia, capaces de producir agenda y de construir opinión, se encuentran en manos de agentes que han decidido jugar decididamente en contra de las políticas gubernamentales, apelando para ello a múltiples estrategias de ocultamiento, manipulación y tratamiento asimétrico de la información. Frente al monopolio privado de la palabra pública, la necesidad de que el estado modifique la legislación vigente sobre radiodifusión parece impostergable si se tiene conciencia de que, más que sobre un gobierno en particular, la amenaza se cierne sobre la propia democracia, impensable por debajo de un umbral mínimo de pluralismo -y buena fe- en la opinión.

Los medios públicos, de influencia más limitada, no llegan a compensar tal desequilibrio comunicacional por diversas razones, entre las que se cuentan los altibajos en sus niveles de profesionalismo y la dificultad que supone el intento de transmitir mensajes alternativos a través de estéticas dominantes respecto de cuya utilización, para peor, suele carecerse de la necesaria pericia. Por otro lado, las cooptaciones y alianzas tejidas por el gobierno con algunos medios resultan cuanto menos temerarias (el caso de Infobae o C5N es paradigmático), mientras que los medios alternativos que se intenta promover adolecen también del alcance y la influencia necesarios para contrarrestar el aceitado despliegue del conglomerado mediático.


Y los discursos

Sin embargo, la cuestión relativa al desnivel desfavorable en la opinión que resulta de la actual configuración de los medios de masas en Argentina, y que podría comenzar a corregirse paulatinamente con la impostergable sanción de una nueva normativa que garantizara una efectiva pluralidad de voces, no es ni la única ni la más profunda de las dificultades comunicacionales del gobierno. En efecto, más allá de los medios están -amplificados o negados por ellos- los discursos. Suele afirmarse desde ciertas posiciones que intentan ubicarse a la izquierda del gobierno, que en variados aspectos no se ha avanzado más allá de la gestualidad o del discurso. Independientemente de la mayor o menor entidad de tales críticas, no hay razón para restar valor a las palabras y los gestos en una época en la que el discurso político se encuentra bastardeado. El intento de restituir a la política su centralidad en la organización social y económica es también una disputa semiótica. Precisamente en este aspecto, las resistencias en el universo de la recepción son inocultables, constituyendo una barrera difícil de franquear. El discurso antipolítico, que los medios construyen/retoman/reenvían a y desde la sociedad parece constituir un anticuerpo resistente y efectivo a la hora de contrarrestar las intervenciones que, desde el discurso y la acción, intentan restituir un ideario de integración social sobre cuya derrota se ha afianzado el neoliberalismo más salvaje.

Desafortunadamente, la comunicación gubernamental adolece de toda estrategia y, lo que parece peor, de todo diagnóstico acertado frente a ese estado de cosas. A la narrativa mediática, estructurada sobre la base del conflicto entre la “gente” y los “políticos”, el gobierno opone un discurso argumentativo de corte ilustrado, también destinado a la “gente”. Así, frente al núcleo duro y extenso de la antipolítica, las interpelaciones del discurso oficial despiertan adhesiones tibias y contradictorias entre los propios, y exacerbados odios militantes en los ajenos. Resultaría indispensable, entonces, pensar en otra discursividad. La “gente”, colectivo imaginado sobre el espectro de los sectores medios urbanos, sólo en segundo grado puede ser el sujeto de la interpelación de un gobierno popular. Es necesario, antes que nada, volver a referirse al Pueblo, apelar a su movilización simbólica. Tal vez recién entonces una política popular pueda comenzar a ser oída -y a hacerse escuchar.

24 julio 2008

Interpelaciones, sujeto y poder

Se ha dicho, con razón, que el conflicto con las entidades rurales se enmarca en un clima destituyente. Incluso la forma que adoptó su desenlace más inmediato ­-el inaudito voto del vicepresidente en contra del Poder Ejecutivo que accesoriamente integra-, bien puede abonar las tesis más conspirativas, en tanto que una eventual acefalía lo ubicaría inmediatamente a él en el lugar de la “transición”. Pero sea cual fuera el grado de organicidad y conciencia de sí que haya tenido o tenga la ofensiva destituyente, está claro que, al menos de momento, su mayor aspiración se concentra en debilitar al gobierno, fijándole una agenda impropia del programa con el cual fue elegido para gobernar, y obligándolo a pagar todos los costos políticos posibles de cara a las elecciones legislativas del año próximo. Si existiera en el país una oposición política con capacidad de converger y de seducir a la opinión pública, otro hubiera sido el devenir de la crisis. Afortunadamente, es esta incapacidad objetiva un límite infranqueable para la (anti)política de las fuerzas sociales destituyentes, cuya irracionalidad no llega todavía al punto del suicidio colectivo.

Ante este cuadro de situación, bien puede decirse que el gobierno de Cristina Fernández tiene todavía una oportunidad, a pesar de haber sufrido una derrota cuya gravedad no reside tanto en las consecuencias políticas o económicas que se derivan del rechazo parlamentario a su proyecto, sino de lo que ello significa en términos de explicitación de un contexto ideológico y cultural adverso por donde se lo mire a las intenciones de reforma que el gobierno encarna. Sin embargo, la derechización de la sociedad argentina no es aún un fenómeno homogéneo e irreversible (si así fuera, más hubiera valido abandonar el barco). Parte de los sectores populares y una minoría relativamente activa de segmentos medios progresistas se ha movilizado en favor del proyecto oficial, pese a la sistemática acción distorsiva de la cadena privada de medios de comunicación. Muchos más todavía apoyan las líneas fundamentales de la gestión gubernamental. Todo indica entonces que el gobierno debería concentrarse en conservar y acrecentar el apoyo de esas franjas de la población, muy especialmente el de los sectores populares que, por añadidura, constituyen el grueso del voto y la identidad peronistas cuya disputa resulta crucial para propios y ajenos. Pero por obvia que pueda parecer esta alternativa tanto en lo táctico como en lo estratégico, una parte del kirchnerismo y, de un modo preocupante, en ocasiones la propia presidenta, parecen insistir en interpelaciones dirigidas a seducir a los sectores medios que ya en octubre pasado (como tantas otras veces a lo largo de la historia) habían declarado sin ambages su desclasado odio de clase.

A diferencia de lo que ocurre en otros países de América Latina, donde tienen lugar procesos de reforma profunda en los que se ha logrado articular eficazmente al sujeto social popular con la fuerza política gobernante, en Argentina no existe una articulación tal, y las reformas (claro está, más modestas) parecen provenir del voluntarismo del gobierno antes que del impulso de las fuerzas sociales que, se supone, deberían hallarse comprometidas con ellas. Esta ausencia o debilidad del sujeto social transformador, invisibilizado y deslegitimado permanentemente en el sentido común de las construcciones mediáticas, es un condicionamiento esencial que precede a la responsabilidad del gobierno. Sin embargo, en la medida en que éste no reconoce la centralidad de esta circunstancia, resulta incapaz de darse una estrategia de construcción de poder político y social cuya primera condición no es otra que la interpelación (discursiva y política) a los trabajadores. Parafraseando al presidente Chávez, para combatir la pobreza es necesario dar poder a los pobres. Y dar poder es, también, dar la palabra (palabra que sólo se da a quien ya se ha interpelado como interlocutor).

Resumiendo, el gobierno puede avanzar en transformaciones progresistas y distributivas a pesar de la derechización de la opinión pública (es decir, de gran parte de sectores medios, urbanos y rurales, que los medios de comunicación señalan como tal) si, y tal vez sólo si, deja de malgastar esfuerzos políticos y retóricos en pos de una seducción inapropiada e infructuosa; y en su lugar, concentra sus esfuerzos en la conservación y acrecentamiento del apoyo de aquellos sectores sociales que lo acompañan. Interpelar y empoderar a los trabajadores y a los pobres es una condición insoslayable para cualquier fuerza “populista”, en el sentido en que esta categoría sirve para honrar lo mejor de la tradición política inaugurada por el peronismo. Previniendo críticas previsibles, cabe decir que de lo que se trata no es de una estrategia de polarización de la sociedad; sino de responder con convicción y eficacia a la polarización efectiva que las oligarquías y sus cómplices más o menos inconscientes despliegan, con su odio destituyente, cada vez que quieren abrirse caminos de inclusión para los menos favorecidos.

13 junio 2008

El retorno de lo irracional

Inextricable, la crisis desatada por el lock-out agrario no se detiene ni deja entrever su devenir. Fogoneada, sí, por la conspiración mediática, pero prendiendo en un cuerpo social predispuesto no tanto ni tan sólo por la ingenuidad y la ignorancia, sino por defecciones más graves y a esta altura inocultables.

Por sorpresiva y sorprendente que pueda resultar la coyuntura, no se careció de indicios ni de antecedentes que nadie, ni el gobierno ni ningún actor popular, fue capaz de tomar en serio. La izquierda “radical” es otro cantar. Por estos días hace, más o menos, lo de siempre: combatir al reformismo o al populismo de un modo que concluye facilitándole el trabajo a las facciones más voraces de la clase dominante, a veces liberales; otras veces, fascistas.

Las consecuencias de la irracionalidad política dejarán poco lugar para el postrero arrepentimiento si su tendencia destituyente llega a realizarse. Acaso por eso sus protagonistas se encuentran sociológicamente prevenidos: a menudo la irracionalidad se complementa con la falta de memoria. En el colmo de la Argentina actual, ya no sólo de largo plazo. No hay que remontarse a las asimilables y lejanas circunstancias de todos los golpes de Estado que, en defensa de la “Patria”, implícitamente agraria, sojuzgaron cada vez a la Nación. No hace falta remitirse al ´30, al ´55 o al ´76. Hace apenas siete años, en 2001, el país estuvo al borde de la disolución social (no de una revolución que, por si fuera necesario aclararlo, requiere de bastante más que ahorristas indignados, asambleístas clasemedieros y cámaras de TV dispuestas a mostrarlos). Ello sucedió por la eclosión del modelo neoliberal al que las clases medias no sólo apoyaron por ingenuidad e ignorancia, sino del cual cínicamente se valieron para su fiesta privada de consumo, aun cuando para ello fuera necesario someter al país a niveles extremos de endeudamiento, destrucción de la economía, desempleo masivo y extrema pobreza. De esa situación logró salirse, no sin grandes esfuerzos, a través de una serie de medidas inconexas, contradictorias, insuficientes y/o perfectibles, que fueron tomadas por sucesivos gobiernos de origen peronista. El primero de ellos, presidido por Duhalde, de sesgo conservador. Comenzó con una devaluación salvaje y concluyó con el asesinato de dos militantes sociales. El actual, aun manteniéndose dentro de los lineamientos económicos de su antecesor, fue capaz de construir un perfil de gestión más progresista y distribucionista. Justamente estos dos rasgos, reales o aparentes (y ambas cosas a la vez) parecen ser los que, de modo militante, no tolera la oligarquía e, inconfesablemente, tampoco toleran amplios sectores de las clases medias.

Aquí y ahora, la oligarquía intenta desprenderse de un gobierno que le resulta molesto por varias razones (aunque acaso ninguna de ellas sustancial) y las capas medias urbanas y rurales, prósperas y –en sincronía y en diacronía, cuanto más prósperas, más fascistas– se solidarizan con, o directamente ejercen, una acción destituyente cuyos costos mayormente pagarán los pobres. Para completar la escena y su devenir trágico, los sectores populares carecen de varias de las herramientas necesarias para participar activamente en una lucha que objetivamente les compete más que a ningún otro. Organización, claro está, pero antes de eso, visibilidad y voz, negadas en la exterioridad y corroídas en la subjetividad por la acción flagrante y acumulativa de los medios masivos de comunicación. Queda todavía por verse si el gobierno tiene alguna idea razonable para superar la crisis, que no sea la temeraria apuesta de tolerar el desabastecimiento de las ciudades con la infundada esperanza de que ello deslegitime las protestas patronales.

Prevéngase lector, no se exagera. Cuando en la historia se conjugan los intereses de la alta burguesía, el fastidio de las clases medias y la irracionalidad política del cuerpo social, la resultante más probable es alguna variante del fascismo. Se dirá que hoy por hoy en Argentina no hay espacio para los golpes de Estado. Es cierto. Sin embargo, no parece inverosímil una alteración del orden democrático dentro de carriles institucionales, y no faltan candidatos para asumir gustosamente el “gesto patriótico” de la transición.

01 abril 2008

Sin lugar para los débiles

Hemos dicho en un artículo anterior (http://elpaloylarueda.blogspot.com/2007/07/fortaleza-electoral-y-debilidad-poltica.html) que la fortaleza electoral del gobierno contrastaba peligrosamente con su debilidad política, y que cualquier intento de profundización de la línea distribucionista requeriría de una construcción política capaz de sostenerla en términos de organización y movilización –construcción que el propio gobierno había descuidado. Los acontecimientos derivados del feroz y extendido lock-out patronal del sector agropecuario constituyen una elocuente demostración de aquel aserto.

La aludida debilidad hunde sus raíces en el largo proceso de deslegitimación de las instituciones democráticas y en la profunda derrota de las fuerzas populares que precedió al golpe del 76 –y que éste llevó a niveles impensados–. Es justamente este aspecto bifronte de la debilidad (el de las instituciones democráticas y el de las fuerzas populares) el que le ha impedido al gobierno responder con contundencia a la sedición agropecuaria, el complot mediático y la complicidad tilinga de los sectores medios, tanto en el plano estrictamente institucional como en el más amplio de la movilización política.

En concreto: el gobierno no se decide a implementar la Ley de Abastecimiento, ni a liberar las rutas, porque ello es impensable si no se está seguro de contar con las espaldas políticas adecuadas; es decir, si no es capaz de desplegar una movilización popular lo suficientemente contundente como para ganar la visibilidad mediática que sistemáticamente le es negada por los intereses cómplices de los medios de comunicación. El valorable pero escaso aporte cuantitativo de los movimientos sociales kirchneristas, y la precaria y contradictoria relación de los Kirchner con las estructuras del Partido Justicialista, poco aportan a la superación de condiciones adversas forjadas en años mucho más largos que los de la actual gestión.

Poniendo claro sobre oscuro, las retenciones móviles a la exportación son medidas distribucionistas fundamentalmente por su intencionalidad antiinflacionaria, en tanto que tienden a desenganchar los precios internos de los alimentos de sus siderales valores en el mercado internacional. Sólo accesoriamente constituyen una medida fiscal por medio de la cual el Estado se apropia –legítimamente– de una parte de la renta agraria; sin embargo, este último aspecto es falaz e intencionadamente enfatizado por las asociaciones patronales y sus voceros políticos y mediáticos. Muy otro tema es la razonable objeción que pueda hacerse desde perspectivas de izquierda respecto del carácter limitado de las medidas en relación con su verdadero impacto distributivo. Aun cuando sin dudas compartimos algunas de esas objeciones, no es posible soslayar que la eventual disposición de medidas más avanzadas generaría reacciones todavía más virulentas. Por tan simple y elemental motivo, nos cuesta comprender la miopía y mezquindad con que frente a este conflicto nodal por el que atraviesa el país, algunos sectores declamadamente progresistas buscan acomodarse en una neutralidad que, a estas alturas, no puede ser otra cosa que adhesión implícita a la oposición oligárquica.