27 marzo 2009

Espectáculo y (anti)política (*)

Ya no puede dudarse de que los medios masivos de comunicación se han convertido en actores políticos fundamentales. Que lo sean precisamente en el tiempo histórico de la decadencia de la política resultaría paradójico si no fuera porque tal papel no puede separarse de su discursividad crecientemente antipolítica.

Una de las características distintivas de la discursividad antipolítica de los medios viene dada en el uso del gentismo, operación retórica y enunciativa directamente vinculada a las formas de representación de la política en la narrativa de los grandes medios de masas.

En primer lugar, “gente” es el término por el cual se nombra, y se construye, un colectivo imaginario del que se supone forma parte el receptor inmediato de los mensajes. La noción presociológica “gente” remite a la idea de un cuerpo social indiferenciado, conectando con lo más genérico, lo más homogéneo y lo más común a todos los individuos. De este modo se alude a una sociedad sin conflictividades sustantivas, sin articulación de intereses contrapuestos ni diferencias estructurantes.

Una segunda característica del gentismo, que desde el punto de vista de los estudios ideológicos (Williams, 1977) no refiere tanto a la falsedad de su efecto de sentido como a una acentualidad particular operada en el signo (Voloshinov, 1976), se infiere del hecho de que el gentismo puede ser entendido como una operación metonímica. Hablar de “gente” es tomar por el todo social a una parte de la sociedad, la constituida por los sectores medios urbanos –omitiendo incluso diferenciaciones al interior del aludido segmento–.

En tercer lugar, aun cuando “gente” remite a un cuerpo social sin conflictividades sustantivas, su inscripción en el discurso mediático supone la institución de una otredad que se le opone y a partir de la cual se configura el conflicto –narrativo– estructurante del relato. En efecto, los intereses de “la gente” suelen ser presentados en oposición a los de la política y lo público-estatal estigmatizado bajo los modos de la ineficiencia y el clientelismo; tan distantes de “la gente”, que se caracterizaría por su espontaneidad y transparencia. Por último, además de su opuesto, y junto a él, pervive lo que no llega a ser “la gente”: aquellas partes no legítimas de la sociedad que el gentismo se ha propuesto ocultar pero que sin embargo se obstinan en diversos retornos, bajo diferentes formas conflictivas de lo popular, asociadas con lo delictivo y/o lo sindical.

En suma, la narrativa del gentismo se organiza en derredor de tres actores, a los que hace corresponder un determinado estatuto ontológico. La gente propiamente dicha, cuyo modo de ser discurre en relacionamientos intersubjetivos y racionales –a la manera del mercado–; su gran otro que es el Estado y su trama asociada de instituciones y sujetos públicos, esencialmente burocráticos y corruptos; y, por último, un conjunto difuso de actores colectivos y disfuncionales, vinculados con imaginarios de violencia y usos ilegítimos del espacio público.


La separación espectacular

Guy Debord (1999), fundador del situacionismo y destacada figura del Mayo Francés, acuñó el término “sociedad del espectáculo” para referirse a la etapa histórica caracterizada por el dominio total de la economía sobre la vida social. Para él, la realización absoluta del fetichismo de la mercancía se produce con el pasaje de la degradación del ser en el tener al deslizamiento del tener en el parecer, característico de la fase espectacular. Bajo la órbita del espectáculo, las relaciones sociales son mediatizadas por imágenes y la representación queda escindida de la experiencia. Ahora bien; en lo que aquí interesa, antes que exponer o discutir acabadamente las ideas de Debord, lo que se pretende es sugerir una lectura desviada del proceso de espectacularización.

Si el espectáculo es también “una parte de la sociedad” que, separada de ella, se erige en un “lugar de concurrencia de todas las miradas”, entonces es posible pensarlo en situación de competencia potencial con la estatalidad que es, también ella, una instancia de abstracción y separación suprasocial. En este sentido, el conflicto cada vez más ostensible y generalizado entre el discurso dominante del espectáculo, encarnado en los medios de masas, y la esfera pública estatal, puede ser concebido como el resultado de una coyuntura histórica en la que ambos dispositivos ya no concurren complementariamente al mismo orden de dominación social, en la medida en que el espectáculo es algo más –y sobre todo algo distinto– que un “aparato ideológico de Estado” (Althusser, 2003). Así entendida, la espectacularización generalizada de la vida bien podría suponer una forma de privatización explícita de la instancia de separación que, en fases anteriores del dominio capitalista, era detentada exclusivamente por la institución estatal. Y si así fuera, las aversiones antipolítica y antiestatal celebradas por variadas vanguardias en su cariz pretendidamente libertario, deberían ser entendidas, por regla general, como lo contrario: indicadores elocuentes de un orden de dominación que lleva en su esencia una inefable capacidad de mutación.

(*) Para un desarrollo más amplio de los conceptos aquí presentados, ver mi artículo “Gente y Multitud”, en Jornadas Académicas 2008: Producir teoría, pensar las prácticas, (CD-ROM), 2008, FSOC-UBA, Buenos Aires.


Bibliografía

Williams, Raymond, (1977) Marxismo y literatura, Península, Barcelona.

Voloshinov, Valentin, (1976) El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Nueva Visión, Buenos Aires.

Debord, Guy, (1999) La sociedad del espectáculo, Pre-textos, Valencia.

Althusser, Louis, (2003) Ideología y aparatos ideológicos de estado,
Nueva Visión, Buenos Aires.