24 julio 2007

Fortaleza electoral y debilidad política

Como consecuencia de algunos aciertos propios y unos cuantos desatinos del oficialismo, la oposición política y mediática parece vivir por estos días sus mejores tiempos desde el 2003. Si bien nada hace suponer que la buena racha pueda extenderse hasta el punto de impedir que el kirchnerismo triunfe en las elecciones presidenciales de este año, la continuidad de la crisis de las representaciones políticas y su posible capitalización por las fuerzas neoconservadoras abren un dejo de incertidumbre sobre el mediano plazo que, hace apenas unos meses, hubiera resultado impensable. Todo parece indicar que el lanzamiento de Cristina Fernández a la presidencia implica algo más que un intento por retomar la ofensiva de cara a las urnas. Si el oficialismo pretende conservar el poder y eventualmente profundizar el modelo, tendrá que dotar de consistencia a los favores electorales de la coyuntura. El propio Kirchner sería el encargado de emprender esa tarea a partir de diciembre, abocándose a la construcción de una herramienta política.

El triunfo de Macri

Resulta difícil negar la responsabilidad del gobierno en su derrota electoral amanos del macrismo. Tanto, como evitar múltiples especulaciones
acerca de los motivos que lo llevaron aenfrentarse con Telerman en lugar de tejer con él una alianza que hubiera contado con altas probabilidades de éxito en las urnas. La comprensión se dificulta aún más si se tiene en cuenta que el distrito en juego ha sido históricamente hostil a cualquier versión del peronismo, y que el obstinamiento en sostener una candidatura puramente K como la de Filmus contrasta con decisiones mucho menos puristas en varios distritos en los que el Frente para la Victoria no duda en aliarse con estructuras y personajes que poco y mal pueden representar algo de la renovación política.

Por cierto que parte de lo ocurrido puede ser explicado como el producto de un error de cálculo. Una lectura equivocada de la composición y las razones del electorado porteño indudablemente influyó en la creencia de que era posible vencer a Macri en la segunda vuelta. Pero tampoco debe descartarse una apreciación un tanto más maquiavélica: incluso una derrota digna podía ser considerada como un buen resultado si a ella se sumaba el plus de deshacerse de un candidato de cierto fuste en la escena nacional. Aun la muy sensata idea de que con el triunfo de Macri la derecha consiguió hacerse de una cabeza de playa nada despreciable, puede ser compensada con la razonable intuición de que la gestión habrá de desgastarlo más temprano que tarde, ya sea por la propia complejidad de las demandas que tendrá que atender como por la previsible impericia del empresario devenido en político para tratar con ellas. Porque entre el reclamo de orden y mano dura con el que comulga el electorado porteño y su concreción efectiva en medidas represivas pueden mediar costos políticos impagables. El mismísimo Duhalde, sobre cuya habilidad para la política no pueden caber muchas dudas, se vio obligado a abandonar el poder después de la represión en Avellaneda, cuando también se escuchaban los mismos cantos de sirena que tanto agradan a la derecha.


La construcción política

Tal vez la prueba más palpable de la fortaleza política del gobierno y de la decisión de “entregarle” la capital a Macri pueda verse con claridad en el inmediato lanzamiento de Cristina Fernández a la candidatura presidencial. Porque lejos de tratarse de una expresión de debilidad -y en tal forzada lectura quieren insistir la oposición política ycierta prensa "independiente"-, el anuncio no puede ser visto si no como lo contrario: el gobierno considera queestá en condiciones de arriesgar algunos puntos en octubre con una candidatura que mide menos que la del presidente. Tal alta autoestima es también lo que lleva a presentar la flamante candidatura como una profundización del cambio. Y más allá de los interrogantes que puedan surgir acerca de las motivaciones palaciegas que llevaron a la decisión, lo importante es indagar en el sentido político del proceso que se pretende llevar adelante.

Aun dando por sentado que la solidez electoral del proyecto K va a transitar con tranquilidad las elecciones de octubre, no puede soslayarse que los traspiés sufridos en la Capital y en Tierra del Fuego expresan, antes que ninguna otra cosa, un cierto malhumor social. Una opción tentadora para el gobierno, pero demasiado simplista, es la de suponer que ese malestar puede interpretarse como el resultado de coyunturas distritales relacionadas con la gestión local. Como contrapartida, adjudicarlo automáticamente a una disconformidad con las políticas del gobierno nacional es lo que desea la oposición, pero tampoco pueden encontrarse argumentos convincentes en esa dirección. Lo más probable es que motivaciones convergentes en uno y otro sentido deban ser englobadas en otras más profundas que apunten, sobre todo, a interpretar estos mensajes como expresiones sintomáticas de un malestar cultural que encuentra en la política (y en el gobierno como su expresión más visible) un chivo expiatorio ideal. Acaso porque la proliferación de un individualismo extremo y generalizado sólo puede ver en ella, portadora de significaciones colectivas, a su más acérrimo oponente. De allí que el triunfo de Macri deba ser entendido, antes que nada, como una victoria de la antipolítica.

Compatibilizar este estado de ánimo con la cuasi certeza de un triunfo oficialista contundente no es tarea sencilla. Lo primero que cabe decir al respecto es que una parte de la fortaleza de los Kirchner es consecuencia de la debilidad de la oposición. No sólo en lo que atañe a su dispersión coyuntural sino, fundamentalmente, a la dificultad que encuentra para hallar flancos débiles en la gestión oficial en contraste con la debacle de 2001 frente a la cual, para colmo de sus males, buena parte de los dirigentes opositores no puede eludir responsabilidades. Pero el tiempo es una variable que necesariamente juega contra la memoria, y si a ello se le suman una especial propensión al olvido y el trabajo amnésico y a menudo distorsionante de los medios de comunicación, está claro que el gobierno no tiene tantas razones para dormir tranquilo.

Si la derechización del electorado porteño expresa antes que nada que la política argentina sigue signada por la crisis extrema del sistema de representación, el carácter estructural de esta crisis debe ser tomado en cuenta como ningún otro a los fines de la mentada profundización del proyecto oficial. De hecho, la principal debilidad de los Kirchner la constituyen sus inocultables dificultades a la hora de construir una fuerza política propia. Sus candidatos no han logrado triunfar en ningún distrito en el que no les haya sido posible aliarse con estructuras preexistentes, ya sea el PJ o el radicalismo K. Acaso allí deba buscarse la verdadera motivación política del lanzamiento de Cristina; esto es, en la necesidad de que el actual presidente, liberado del ejercicio cotidiano de la gestión, pueda dedicarse al desarrollo de un armado político que, si efectivamente se quiere profundizar el cambio -y para ello hay que conservar el poder-, no puede demorarse más de la cuenta.

El “cambio dentro del cambio”

Pero más allá de la eventual decisión de trabajar en la construcción de una estructura que le dé sustento al futuro gobierno de Cristina Fernández y que, por añadidura, sirva para reconstruir el sistema político y relegitimar las instituciones del Estado, lo verdaderamente importante es dilucidar cuál puede ser el rumbo efectivo de ese gobierno. Para ello es menester intentar describir, lo más objetivamente posible, el núcleo de las políticas gubernamentales que cabría esperar se profundicen en el próximo período.

En el orden institucional, la renovación de la Corte Suprema de Justicia y la activa política de derechos humanos constituyen los principales haberes del gobierno frente a algunos débitos de los cuales el más importante es la intervención en el Indec, organismo cuya importancia estratégica ha sido gravemente menoscabada en pos de intereses coyunturales. Otras deudas derivan de la herida abierta en diciembre de 2001, y se vinculan con la precaria institucionalización de las relaciones sociales que, en múltiples y cambiantes escenarios, da lugar a que la conflictividad se exprese a través de la única instancia de la acción directa, desconociendo la otrora innegable función mediadora del Estado. Familiares de víctimas o ambientalistas radicalizados, grupos de vecinos indignados por la inseguridad, autoproclamadas vanguardias estudiantiles o gremiales, no encuentran obstáculo en apoderarse del espacio público o institucional en defensa de intereses más o menos particulares y más o menos legítimos; pero, en todos los casos, intentando sustituir la negociación política por la visibilidad mediática. Tal vez en este punto es donde se expresa más cabalmente la incapacidad constructiva del kirchnerismo, no sólo respecto de la relegitimación de las instituciones sino también en lo que hace al desarrollo de una instancia de movilización política capaz de contener -en el doble sentido que puede adquirir aquí el término- a este tipo de emergentes.

En relación con la política económica, a diferencia de una habitual crítica de la izquierda más o menos radicalizada, no es evidente que la matriz neoliberal se haya mantenido inalterable a partir del año 2003. Una serie de medidas heterodoxas sirvió para modificar parte del modelo económico de los 90 en varios aspectos, entre los que cabe mencionar el desarrollo del mercado interno como motor de la economía, una mejora en el poder adquisitivo de grandes franjas de la población, el descenso del desempleo, la transferencia de recursos de la renta agraria hacia el Estado por la vía de las retenciones, el consecuente aumento del gasto social y la inversión pública, el congelamiento de las tarifas residenciales y del transporte urbano de pasajeros, el distanciamiento del FMI y la quita de deuda a los acreedores privados junto con la obtención de nuevas fuentes de financiamiento externo y la búsqueda de alianzas estratégicas con actores regionales (léase Venezuela y el Mercosur) y, por último, algunas modificaciones en el esquema de privatizaciones de los 90, como la recuperación del Correo y Aguas y la revitalización del régimen previsional público.

Claro está que también en la política económica es posible hallar deudas importantes: la exclusión social y la pobreza siguen siendo elevadas y ofensivas frente a los altos índices de crecimiento y la rentabilidad de las empresas. En este último aspecto, el aumento de la inflación expresa problemas estructurales de concentración económica en todos los niveles del sistema. Aun cuando los índices “reales” del costo de vida siguen ubicándose por debajo de las pautas salariales acordadas por la mayoría de los sindicatos, la inflación constituye el principal escollo para la distribución del ingreso (es, de hecho, la manifestación efectiva de una fuerza estructural que se opone a ella). Junto con la creciente problemática de la vivienda representada por los altos precios de las propiedades y su consecuente efecto sobre los alquileres, la inflación seguirá siendo uno de los grandes temas pendientes de política económica para el próximo gobierno. Otro ítem de relevancia es el vinculado con la llamada “crisis energética”, y conecta directamente con el esquema de privatizaciones de las empresas públicas, la falta de inversiones de los actores privados y la escasez de controles por parte de la autoridad estatal.

Así, el nuevo gobierno tendrá que lidiar en varios conflictos nodales y tomar decisiones entre diferentes extremos: desalentar el gasto público y los aumentos de salarios para contener los precios, o extremar los controles y avanzar en la desactivación de los monopolios; ceder al aumento de tarifas que reclaman los operadores privados de las empresas públicas, o proceder a redefinir sus contratos o a la renacionalización de aquéllas; mantener el libre juego del mercado a expensas de afectar seriamente la calidad de vida y la proyección futura de grandes franjas de la población, o desactivar la burbuja inmobiliaria y extender amplias y efectivas líneas de crédito para la vivienda. La resolución de estos conflictos en uno u otro sentido, o en soluciones de negociación más o menos precarias, depende de la voluntad política de profundizar o no los cambios, tanto como de la acción de la sociedad y de la construcción de herramientas políticas que la dinamicen.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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