Como si se tratara de una remake bizarra de finales de los ’90, el radicalismo intenta, cual Freddy Krueger, recuperar el centro de la escena. A quienes creímos que después del descalabro de 2001 su retorno al poder sólo podría caber en las fantasías más perversas de una mente afiebrada, se nos impone buscar alguna explicación más racional que la hipótesis –ya no deleznable– de un ensañamiento del destino.
Tan rayana con lo absurdo es la construcción político-mediática que auspicia el contra-milagro de la resurrección radical, que parte del cuento incluye la supuestamente decisiva responsabilidad del eterno precandidato Eduardo Duhalde en la caída de Fernando De la Rúa. Porque aun cuando a aquél cabe achacarle innumerables pecados, difícilmente se encuentre entre ellos el de haber movilizado a las capas medias de la Ciudad de Buenos Aires durante los ya poco épicos días de finales de 2001, hecho que constituyó la causa eficiente de la renuncia de la otrora joven promesa del conservadurismo radical. Y si en algo le cupo responsabilidad al inefable ex senador por la previa en el conurbano, cuánto más puede decirse de las políticas de De la Rúa y Cavallo, sin que resulte necesario ampliar el argumento hacia cómo sus devastadores efectos económicos y sociales legitimarían “per se” cualquier revuelta. Sin embargo, y pese a la evidencia en contrario, para el sentido común de los sectores medios -y de los medios a secas- es cosa juzgada que Duhalde provocó la renuncia de De La Rúa, o cuanto menos lo es hasta ahora, sin que pueda descartarse una construcción contraria en caso de que resulte fallido el intento de resurrección radical. Pues no hay que olvidar que la prueba más cierta de que Clarín no es gorila es el hecho de que tiene un amigo peronista.
Como sea, la cuestión es que el fantasma de 2001 recorre de algún modo la coyuntura. No por la improbable oportunidad de una acción destituyente a la que se quiera disfrazar de rebelión civil, acerca de cuya ocurrencia bien recordó Moyano que “a un gobierno peronista no se lo corre agitando un pañuelo”. Las características objetivas de la etapa son muy disímiles –ni crisis económica, ni incapacidad para el ejercicio del poder, como entonces- pero aquel fantasma se las arregla para campear, por caso, en la emulación fisonómica o política, buscada o hallada, de personificaciones como Julio Cobos y Ricardo Alfonsín. Es que, en esencia, estas caricaturas hablan de la perspectiva de retorno a un programa de gobierno y a un estilo de gestión capaces de retrotraer la economía y la situación social a la debacle de comienzos de la década.
Así, es posible reconocer, sin apelar a la imaginación ni al saber tecnocrático, cuáles serían las casi seguras características del próximo ciclo económico bajo el sesgo de un eventual gobierno radical (o de la oposición “de derecha”, si fuera posible diferenciarlos en algo a este respecto). En primer lugar, rebaja de impuestos al capital en pos de aumentar su rentabilidad (léase reducción o eliminación de las retenciones a la soja). Ello desfinanciaría al Estado de modo tal que el ajuste sobrevendría inevitable para cubrir el déficit. Así se golpearía nuevamente al mercado interno, reduciendo más la economía, y al mayor bache generado de ese modo se lo intentaría cubrir con mayor endeudamiento externo. Al cabo de un tiempo, probablemente breve, la espiral desatada por el achicamiento y retiro del Estado en favor de la mayor rentabilidad del capital y las fuerzas del mercado, se haría cada vez más vertiginosa hasta dar lugar a un nuevo colapso, bajo la forma de hiperinflación, corralito o quién sabe qué nuevo hallazgo que nos tenga reservado el destino, siempre con una dosis de represión y muerte que también abreva en el acervo histórico del “partido de la democracia”.
Es que a pesar de la obstinada posición de Pino Solanas (sobreactuada y paradojalmente amplificada en las pantallas del monopolio) acerca de que el modelo kirchnerista es una continuación del menemismo, salta a la vista (de quien no se niegue a mirar) que lo principal del proceso iniciado en 2003 es la interrupción de aquel ciclo maléfico del neoliberalismo que se remonta en sus inicios a los años de Martínez de Hoz. La nueva lógica de funcionamiento de la economía podría describirse bien como el anverso de aquella ya referida: recuperación de la masa salarial y del salario real, crecimiento del mercado interno, paulatina y creciente reindustrialización, consiguiente recuperación de las arcas públicas (eso que los políticos de la oligarquía y sus comunicadores llaman ahora “la caja”), inversión pública y social que realimenta el círculo virtuoso (“aumento del gasto” o “clientelismo” según los susodichos).
Cabe resaltar que la puesta en marcha de un modelo alternativo al neoliberal requirió de al menos dos condiciones. La primera, el colapso objetivo de éste y un quiebre profundo en el humor social que hubiera hecho inviable su inmediata recreación. La segunda, la férrea voluntad política de un gobierno que quiso ponerse al frente de la sociedad, motorizando transformaciones que incluso superaron sus demandas efectivas, y que aún ahora, cuando parecen soplar desde la derecha los vientos de la opinión pública y publicada, insiste en su incorrección política en la búsqueda de la consolidación y profundización de las reformas. Esto solo, debería bastar para prodigarle alguna gratitud de un progresismo que, habiendo compartido el estrepitoso fracaso de la alianza –y su imperdonable traición- pretende ahora correr al gobierno “por izquierda”, y se propone hacerlo, en el colmo del sin sentido, tejiendo acuerdos con la derecha parlamentaria.
Sería fácil, y por cierto también razonable, cargar las tintas sobre el papel (y la pantalla) de los medios de comunicación comandados por el grupo Clarín y su indisimulado intento de hacer retornar al gobierno a los radicales –o a quien fuera capaz de borrar a los Kirchner–. Pero tal vez sea preferible señalar otra línea de interpretación, no tan evidente aunque en absoluto desligada de aquélla. Se trata de considerar el rol histórico del radicalismo como superestructura de los sectores medios más conservadores y reaccionarios, los cuales habrían activado sus alarmas atávicas –racistas y clasistas– ante los recurrentes actos y gestos de la política popular y de su estética, contenidos como están en lo que podríamos llamar, continuando el abuso terminológico, la superestructura peronista.
Con grados y matices diferentes, bajo circunstancias disímiles, este rol histórico que ha ocupado el radicalismo desde la caída de Yrigoyen no escapa siquiera al ahora encomiable gobierno de Raúl Alfonsín. Más allá de los debidos respetos de los que es merecedor el recientemente fallecido ex presidente, tanto por su papel en la recuperación de la democracia como por su trayectoria y estatura política, no deberíamos caer en la trampa mediática que pretendió elevarlo a la altura de los verdaderos líderes populares de nuestra Patria. Hay que decir, insistiendo en la incorrección política que exige la búsqueda contrahegemónica, que para la economía no hubo primavera alfonsinista. La economía de la transición consistió en una etapa de prolongada decadencia de las condiciones de vida de la población, en la que se horadaron primero los ingresos de los sectores más humildes y posteriormente los de amplios sectores de las capas medias, sentando las bases para la devastación final llevada a cabo por el menemismo.
Sin embargo, una vez más, el relato dominante prefiere presentar imágenes invertidas, haciendo pasar los efectos por las causas, emulando la cámara oscura que ya para Marx constituía la forma típica del funcionamiento de la falsa conciencia. Al igual que como ocurre al analizar el período de De la Rúa, de cuya renuncia se culpa a Duhalde, cuando se trata de juzgar el fracaso del gobierno de Alfonsín también se elige culpar al peronismo en alguna de sus formas. En este caso, los ya célebres “13 paros de Ubaldini” ocupan en el imaginario el lugar que, en los hechos, no puede caberle sino a la gestión alfonsinista. En todo caso, se omite decir que aquellas masivas huelgas y manifestaciones encabezadas por el líder cervecero tenían como sustento un programa económico superador (los “26 puntos de la CGT”), un contexto político local donde la oposición política (con el cafierismo y el Partido Intransigente a la cabeza) se ubicaba objetivamente a la izquierda del gobierno radical –que prefirió sostener su alianza con los grupos económicos–, y un mundo donde todavía el socialismo real no había colapsado y por ende seguía habilitada como verosímil la vía revolucionaria.
Pero no se trata de proponer versiones u opiniones diferentes de las social y mediáticamente aceptadas con el solo fin de provocar a las conciencias bienpensantes, sino de considerar en toda su dimensión el hecho de que los medios, como parte y vanguardia ideológica de las capas medias, se constituyen en actores determinantes y vehículos privilegiados del sentido común, y que a menudo lo hacen negando la cultura popular y sus rasgos de resistencia, los que son expulsados -en un acto explícito de censura- al cono de sombra de la ilegitimidad social.
En fin, tal vez de esta suerte de dialéctica berreta entre los medios y las capas medias, pueda surgir una explicación menos metafísica que la que proponíamos al inicio en relación con el eventual retorno de nuestra ave fénix vernácula y sus circunstanciales pajarracos –a los que se reconoce por su especial velocidad a la hora de salir volando-.
12 enero 2010
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